Los límites de Juana

Recuerdo esa tarde ventosa. Mi amiga Juana y yo viajábamos desde lejos para conocer el mar, después del período de exámenes de medicina.

Estacionamos la camioneta y bajamos a la playa, atravesando unas dunas que frenaban el viento. Tras ellas hacía calor y podíamos fumar. No había nadie más que nosotras; dos peregrinas de un sueño de sal y arena, viendo el mar por primera vez. Fantaseábamos con no volver y dar la noticia mediante una breve llamada a casa.

Dos siluetas se acercaron. El mar, la arena y dos criaturas grises en la orilla. Tuve miedo. Podrían matarnos allí y nadie lo vería, como pasa en las noticias. Lo pensé y no dije nada. Miré a Juana; se puso seria al comprobar que venían hacia nosotras. Eran hermosos y su piel tenía un extraño tono gris. Supuse que así te dejaba una vida junto al mar. Uno nos preguntó algo nimio y empezamos a hablar. Nos invitaron a cenar esa noche a su apartamento. Juana me miraba mientras uno de ellos escribía en un papel su dirección.

Cuando se fueron, Juana reía para aliviar los nervios. Daba por hecho que no iríamos. Proyectaba otra noche a solas en la camioneta, con un vino y las estrellas. Pero a mí me habían gustado los hombres grises. Se decidió a acompañarme cuando le dije que iría, aunque fuera sin ella.

Dejamos la camioneta junto a la playa y caminamos hasta la península. Una masa de veraneantes nos empujó entre casinos y restaurantes. La deriva nos llevó al puerto; barcos de pescadores, palmeras y aún más gente. Salimos de la corriente humana y recuperamos el silencio. Resolví ir de una vez a la dirección escrita en el papel, a pesar de la cara fruncida de Juana.

El edificio era feo pero estaba frente al mar. Piso de alfombra con arabescos, candelabros dorados, televisión a blanco y negro, radio con tocadiscos, mueble de mimbre; Juana registraba todo. Desconfiaba. “Mi amigo se está bañando”, dijo el hombre gris. Descorchaba un vino bajo la luz blanca de la cocina. Recuerdo admirarlo apoyada en el marco de la puerta. Él me miraba tranquilo mientras servía, volcando un poco afuera de las copas. Juana estaba por fuera de la realidad; deambulaba en silencio hasta que una mano gris le alcanzó una copa.

Apareció el otro, con el pelo mojado, y se sentó junto a nosotras en el piso. Los hombres grises se miraban: creían controlarnos. Yo había descifrado su viaje desde el principio. Nos pidieron que nos besáramos. Tuve que separar a Juana porque intentaba meterme la lengua y me hacía cosquillas. Luego los hicimos besarse a ellos. Sus cuerpos grises se abrazaron. Uno me tendió una mano y entrelazamos los dedos. Juana dijo que se iría. No le insistí. Tomó las llaves de la camioneta y cerró la puerta.

Me uní a ellos y sentí su piel gris y fresca contra mí. La ropa aterrizó en un rincón y me sequé el sudor contra esas pieles secas, de reptil. Sus lenguas de piedra dejaban marcas en mis pechos. Trago a trago entraban en mí. Sus músculos me apretaron y hundí mis uñas en ellos. Mi amiga caminaba sola en la noche. Un ritmo de jadeo sacudía a las copas estrelladas contra la alfombra. Encontré mi lugar entre dos hombres grises sin ambición de comer, ¿dónde sino en la alfombra? Las pelusas arrancadas en mis manos, tensas por un vaivén de vidrios y velas que marean al vino y la sangre. Ya no importa cortarnos los pies si todo se sacude y aúllo entre esos hombres grises que han bajado la persiana.

No me quedé a dormir, me fui caminando. Nada me daba miedo, sentí libertad y tuve de pronto una gran confianza. Ya aclaraba y me puse los lentes de sol torcidos. Llegué a la camioneta: Juana dormía acurrucada en el asiento de atrás. Unos días después, en otra playa, me confesó que estaba enamorada de mí. Me dio ternura verla ahí con su boca entreabierta. Amanecía y la vida recién empezaba.

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