El teléfono y Don Carlos


Así es como lo recuerdo, yo tenía ocho años.

Por aquel entonces mis padres todavía estaban juntos y vivíamos con mis dos hermanas mayores, en una casa en el Cerrito de la Victoria. En aquellos tiempos el barrio estaba conformado casi en su totalidad por inmigrantes. Era un barrio humilde y convivían muchas culturas. Mi madre trabajaba para el Correo y el garaje de nuestra casa era la sucursal del barrio, donde venían los inmigrantes a enviar cartas a sus familiares en países lejanos. Mi padre era obrero del ferrocarril y pasaba el día afuera. De noche se iba al bar con sus compañeros.

En aquellos tiempos, el teléfono de línea era una cosa rara. La central de Correos había instalado uno en casa para que mi madre pudiera comunicarse con las oficinas del Centro. Lo pusieron en la sala, ya que no pudieron conectarlo en el garaje. Nosotras jugábamos a llamar a números al azar, siempre a escondidas de Mamá. Cuando atendían, nos poníamos nerviosas y cortábamos.

Un día se presentó un vecino, Don Carlos, el padre de Carlitos Gutiérrez, preguntando si podía hacer una llamada. Dijo que era una emergencia. Habló poco. Su voz grave hacía retumbar las ventanas. Fue muy breve y se retiró agradecido. Dejó en la sala una fragancia de humo de cigarro y un perfume que en mi adultez reencontré en las salas de baile; en la suavidad de los cuellos recién afeitados de los varones que amé.

A los pocos días volvió a aparecer, con su bigote y su cabeza calva cubierta por un sombrero. Se lo quitó al entrar y pidió hacer una llamada. Mi madre, siempre confiada, se lo permitió. Esta vez Don Carlos mantuvo una conversación más prolongada y risueña. Reía sonoramente, llenando la casa de sí.

Empezó a venir cada vez más seguido. Traía una bolsa de bizcochos y un paquete de cigarrillos. Con el tiempo comprendí que aquellos eran sobornos para nosotras. Se instalaba en nuestro sillón y colocaba el tubo en su oreja, dispuesto a parlotear con su voz gruesa y segura.

Al principio nos llamaba la atención aquel hombre que se acoplaba a la casa sin ningún pudor. Lo observábamos y jugábamos a imitarlo burlonamente. Nos irritaba un poco que invadiese la intimidad familiar, pero siempre traía comida rica y animaba la casa mientras Papá trabajaba y Mamá atendía a los vecinos en el garaje. Además, era amable con Emilio, el perro, y con la gata Pelusa. Al final nos acostumbramos a su presencia.

Al volver de la escuela, almorzábamos y jugábamos en la calle, con las risas de Don Carlos saliendo de las ventanas abiertas de nuestra casa. A la hora de merendar, contábamos con que allí estarían los bizcochos y otras cosas que traía de la panadería.

No sabíamos bien si a Mamá le molestaba o no. Al principio parecía contrariada, pero poco a poco la vimos transformarse. Llegó a preocuparse si Don Carlos no aparecía a la hora usual. “Si no vas a venir avisanos, que si no nos preocupamos”, le decía incluyéndonos en su angustia.

Un domingo, en el almuerzo familiar, Susana —la mayor, que tendría quince años entonces— lo trajo a colación y propuso invitarlo a comer los domingos. Las abuelas se miraron sorprendidas, los tíos tragaron saliva y algún cuñado se sonrió. Papá apretó los puños y se le marcó la vena de la sien, pero sólo esgrimió una sonrisa. Mamá mantuvo la mirada dura en la enredadera del fondo y luego cambió de tema. Esa noche discutieron, se insultaron y volaron objetos por los aires. Toda nuestra vajilla quedó hecha escombros. Al otro día, Papá se había mudado a un apartamento en el Centro. Empezamos a visitarlo los fines de semana.

Desde ese día, Don Carlos no apareció más. En la escuela nos dijeron que se habían mudado a otro barrio. Nosotras extrañamos por unos meses su presencia amable, su voz llenando la casa, su risa contagiosa y las deliciosas ofrendas que nos traía. Inés y yo nunca le perdonamos a Susana que lo nombrase en el almuerzo familiar, borrándolo para siempre de nuestras vidas.

El año pasado, cuando vi su cara avejentada en la cartelería política me sorprendí mucho y lo fui a ver a un acto. Me recordaba, claro, y me pidió que saludara a mi madre de su parte. Le tuve que contar que había muerto. Sus ojos se quedaron fijos y húmedos entre las banderas de la caravana electoral que lo rodeaba y lo iba alejando de mí. No le conté a Papá, pero lo voté el pasado octubre y estoy feliz de que sea el Presidente de la República.

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