No era inmortal
Era un niño. Habíamos ido con papá, mamá y Lucía a conocer Buenos Aires. Fue un viaje de un fin de semana largo, creo que salimos el jueves y volvimos el domingo. Fue la primera vez que mi hermana y yo salimos del país. Tuvimos que hacernos documentos de identidad para la ocasión, ya que no los habíamos necesitado hasta el momento. El viaje consistía en ir en ómnibus hasta Colonia del Sacramento y desde allí en ferry hasta Buenos Aires, un trayecto de una hora a través del Río de la Plata. Fue también nuestro primer viaje en barco. A la ida brillaba el sol de mayo y estuvimos todo el viaje sobre la cubierta. Recuerdo que me impresionó aquella mole de cemento, los edificios que se extendían hasta el infinito, que parecían flotar sobre el mar dulce.
La ciudad me fascinó. De niño tenía cierta predilección por los lugares céntricos, los carteles luminosos y los adultos sórdidos que no comprendía en toda su sombra. Fuimos a los lugares más turísticos y anduvimos por el centro. Para mí aquello era todo un mundo nuevo, un universo de posibilidades abierto al futuro. Me dije que en el futuro viviría en Buenos Aires. Con el tiempo la idea me produjo cada vez más rechazo y nunca la concreté ni pienso hacerlo.
El domingo en el que tocaba volver fue un día nublado. Era 25 de mayo, aniversario de la Revolución de Mayo de 1810, por lo que la ciudad estaba llena de banderas celestes y blancas. En la terminal de ferrys nos regalaron unas empanadas criollas y unas escarapelas. Nos subimos al barco que nos cruzaría de vuelta al Uruguay. Empezó a llover y el cielo se oscureció. Los pasajeros permanecían en sus asientos. Sin embargo, le pedí a papá que me acompañara a la cubierta para ver a la ciudad alejarse sobre el mar dulce. Había parado de llover, aunque el piso estaba mojado. Otros pasajeros también estaban allí. Nos acercamos a la baranda y vimos cómo nos acercábamos a la costa de Colonia, donde se divisaba el viejo faro. Empezó a llover de nuevo y decidimos volver a entrar. Papá usaba zapatos, entonces todavía era joven y elegante. Con una mano me agarraba a mí, recuerdo que el viento era impresionante. Entonces, de improviso, por culpa de sus elegantes suelas, demasiado lisas, de la lluvia, del viento, por mi culpa, que le había pedido subir a cubierta, resbaló en la superficie y se golpeó en la frente contra una baranda. Quedó allí tendido y yo empecé a pedir ayuda. Vino una azafata y llamó a primeros auxilios. Lo llevaron adentro, bajo techo. Recuerdo que la azafata me tranquilizaba y me decía que mi padre iba a estar bien mientras le colocaban una venda que en seguida se empapaba de sangre. La mujer me preguntó si estaba solo y le dije que también estaban mi madre y mi hermana. Llevaron a mi padre sobre una camilla y yo fui con la azafata hasta donde estaba mamá. Le dijo que papá estaba bien, que se había dado un golpe y allá fuimos los tres a la enfermería. Creo que mamá mantuvo la calma para no alterarnos a nosotros, porque recuerdo que todo se sintió muy suave, no estábamos preocupados. Bajamos del ferry en Colonia y esperamos los tres afuera de la policlínica, mientras llovía torrencialmente. Un par de horas después, papá salió vendado y sonriente. Estaba bien. Tomamos un taxi a la terminal y allí un ómnibus de vuelta a Montevideo. Todo había pasado, pero esa fue la primera vez que supe que papá no era inmortal.