Marea atlántica
—¡Suma sacerdotisa, haga sonar las campanas!
—¿Qué ocurre?—dice nuestra madre alzando la vista de su libro.
—El océano está subiendo, vengo corriendo desde los campos exteriores. Los campesinos se están refugiando en la ciudad. No hemos tenido tiempo de recoger nuestras pertenencias.
Madre se asoma al balcón que domina la ciudad y noto la conmoción en su rostro.
—Haz sonar las campanas ya mismo, Raga, que los mensajeros se dirijan a las ocho puertas con sus trompas de caracol. El pueblo debe ponerse a salvo. Hazim, manda abrir las puertas del palacio, ¡ya!
Los dos ministros salen apurados del salón blanco, los ecos de sus sandalias quedan resonando en el alto techo de la sala de gobierno.
—Gaia, ve a avisar a tus hermanos, prepararemos un barco por si acaso.
Madre no para de dar órdenes, supongo que es su manera de mantener la calma. En el camino a los aposentos de los otros príncipes veo por la ventana. El agua ha llegado a la muralla circular. Del lado de afuera sólo sobresalen las copas de los árboles. Algunos campesinos se mantienen a flote sobre balsas improvisadas, intentando acercarse a la ciudad. El océano tiene la piel arrugada por una calma violencia, una corriente que no se manifiesta en la superficie. Por las calles concéntricas veo a los ciudadanos como hormigas, acercándose en hilera al palacio, el punto más alto del país.
—Hermanos, la ciudad se inunda, venid al Salón Real para que nuestra madre disponga de nosotros.
Mis cinco hermanos me siguen callados y preocupados. Noto que miran por las ventanas del corredor. Empiezan a oírse llantos lejanos. El agua ha llegado al primer anillo de la ciudad y los rezagados se suben a los tejados. Las puertas de la muralla no pueden contener a un océano entero.
Cuando entramos al salón, Madre está reunida en consejo. Todos parecen consternados. Le hace un gesto a Hazim, que se nos acerca.
—Jóvenes príncipes, seguidme rápido.
Bajamos por la escalera lateral de la colina del palacio. El sol hace sudar a los pinos, es un día precioso de verano. No hay viento. El desastre es silencioso y viene desde abajo. Llegamos al muelle del palacio, donde están amarrados los ocho mejores barcos ligeros de la flota. Los estibadores cargan provisiones en ellos. Mientras, algunos funcionarios traen personas junto a nosotros. Son los sabios de la ciudad, los mejores médicos, arquitectos, ingenieros, astrónomos, sacerdotes. A unos cien pasos vemos el puente principal del palacio, que cruza el octavo y último anillo de agua de la ciudad. La procesión es masiva y se mueve con enérgica tristeza hacia la altura donde los espera Madre. Personas de todas las edades, pobres, ricos, animales, carretas, huyen de la inundación que de a poco se traga las casas, que por la mañana resplandecían como espejos de mármol, con sus tejados azules.
—Hermana, ¿ves la marea? Casi alcanza la calzada del puente —me dice el pequeño Garo tirando de la manga de mi túnica.
Lo veo, sube muy rápido. Pronto alcanza la calzada y el pueblo apura el paso mientras el agua les moja los pies, subiendo por sus pantorrillas.
Hazim distribuye a los sabios en los ocho barcos de velas turquesa. Llega a nosotros y nos indica uno de ellos. Nos subimos obedientes. El capitán nos indica unos bancos de madera sobre la cubierta.
—¿Vendrá Madre?
—No lo sé, Garo.
El muelle sobre el que recién esperábamos está cubierto por agua. Los peces nadan sobre las veredas talladas con las leyendas del país. Los marineros cortan las amarras y los barcos empiezan a subir la altura de la colina al mismo tiempo que el nivel del mar. Los ciudadanos que subían la escalera corren ahora, desesperados. Algunos son alcanzados por el agua y nadan para acercarse al Palacio. Aparecen a nuestro alrededor todo tipo de cosas flotando; herramientas, carros, mesas, de todo.
Los barcos alcanzan el nivel del Palacio, lo único que permanece emergido en el mar inmenso. Vemos al pueblo desbordando los balcones y corredores donde hace una hora caminábamos y jugábamos. No hay rastro de Madre, pero comprendo que permanecerá en la ciudad. Nuestro barco empieza a alejarse hacia poniente. Cada uno se encamina hacia un punto cardinal, la civilización debe sobrevivir. El palacio se alza como un espejismo blanco sin fundamento, cada vez más hundido. Queda la mitad superior, coronada por la gran cúpula dorada. Nos seguimos alejando y ya sólo se ve el resplandor del oro como una extraña boya, hasta que ya no se ve nada. No sabemos a dónde nos dirigimos, pero seguimos, hemos sobrevivido.