Señor Capuleto


Romeo se acercó con sigilo a la casa de los Capuleto. Sabía que no era bienvenido allí, pero no exactamente el por qué. Su padre, el señor Montesco, siempre le hablaba mal de aquellos vecinos que no respetaban la sana convivencia del suburbio. Siempre haciendo fiestas, a las que no invitaban a los vecinos —Romeo recuerda cómo se puso Teobaldo al descubrirlo la otra noche, ¡colado y comiéndose los pastelitos! ¡seduciendo a la prima Julieta con la boca llena de crema!—; agregando pisos a su ya endeble casa, sin ningún permiso municipal, aumentando la sombra en el jardín de los Montesco; adoptando perros, gatos y otras alimañas que terminaban cuidando los Montesco por lástima cuando llegaban, hambrientos y pulgosos, a la puerta de su casa. Encima, los Capuleto eran fanáticos del Verona Fútbol Club, mientras que los Montesco lo eran del Club Atlético Verona.

A Romeo no le importaban esas cosas. Sin embargo, temía al viejo Capuleto. Tenía mala fama, con su camiseta sin mangas blanca, robusto y poco aseado, con la voz ronca y un cigarro siempre pegado al labio inferior. Además, decían que al emborracharse se ponía violento. Y se emborrachaba todas las tardes.

Romeo estaba dispuesto a enfrentarlo, a batirse a duelo con Teobaldo o con cualquiera para poder ofrecerse a Julieta, con quien se habían hecho acaloradas promesas en la fiesta. Así que se acercó a la ventana de su habitación y golpeó con los nudillos. Ella le abrió en seguida y lo cinchó hacia adentro. Trancó la puerta, puso un disco a volumen muy alto y procedieron a amarse. Rato después, mientras yacían plácidamente, alguien tanteó el pestillo.

¿Julieta? ¿Juli, hija, me abrís?

Pá, sí, ya voy.

¿Por qué trancaste? ¿Qué estás escondiendo?

¡Nada, Pá, nada!

Romeo saltó de la cama y comenzó a vestirse, pero el viejo Capuleto la emprendió contra la puerta, embistiéndola como un toro y al segundo golpe rompió la cerradura, con Romeo aún en calzoncillos.

¿Qué significa esto, Julieta? —bramó Capuleto.

Lo que ves es lo que hay, Papá —susurró Julieta mirando al suelo.

¿Este no es el hijo de Montesco, ese viejo cara de aceituna?

Sí, soy yo, y a mucha honra, señor. Antes de que ocurra una desgracia, por favor discúlpeme. Es que su hija es la flor más…

Sí, sí, sí —interrumpió Capuleto—. Las rosas son rojas y etcétera, ¿cierto?

¿Etcétera, señor?

Capuleto se lo quedó mirando y levantó una ceja.

So-so-sólo quería pedirle permiso para salir con su hija, lo mío va en serio.

No lo necesitaste para meterte a escondidas en mi casa… y parece que ya “saliste” con mi hija.

¡Papá, no seas desubicado!

¿Puedo salir… formalmente... con su hija?

Capuleto chasqueó la lengua.

¡Sí! ¡qué me importa a mí! Que haga lo que quiera esta zángana. Mientras que apruebe los exámenes, ¡qué me importa a mí!

Te dije que a Papá no le iba a importar.

Pero, señor, ¿y el conflicto? ¿y el romanticismo exacerbado? ¿y el frasco de veneno que ya le encargué a Fray Lorenzo?

Mirá, flaco, está ganando el Verona Fútbol Club, el más grande, y me estoy perdiendo el partido por estar acá hablando boludeces contigo, ¡qué me importa a mí el fraile, el veneno y todas esas pavadas! Problema tuyo.

Es que, era parte de la trama. Si usted me permite consumar el amor con Julieta… no lo sé, el público se va a retirar apenas haber tomado asiento. No me parece considerado, ni con el público ni con el escritor.

A ver, ¿yo obligué a alguien a algo?

Romeo quedó estupefacto.

Ciertamente no, señor.

Exacto. Ahora, ponete los pantalones o hacé lo que quieras. Me voy a ver el partido. Pasen lindo, jóvenes. No se hagan drama. Ah, y quedaron algunos pastelitos en la cocina si están con hambre —dijo Capuleto alejándose—. Qué pesados estos Montesco…

¡Lo escuché, señor!

¡Qué me importa a mí!


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