Volver al balneario


Habían llegado de Sidney pocos días atrás. Estuvieron en la capital, primero en un hotel, luego los padres de Sergio insistieron en que se alojasen en la casa. Aunque había poco espacio, los niños habían disfrutado mucho durmiendo todos juntos en la sala, como cuando se iban de campamento en verano a las playas australianas. A Kate no le había gustado la idea al principio, aunque luego la calidez de los padres de Sergio la convencieron de que lo mejor era alejarse un poco de sus prejuicios anglo protestantes. Le decía a Sergio que no quería “incomodar” a sus suegros, pero de hecho tenía miedo de no tener su propio espacio, de no disponer de su tiempo. Finalmente se fundió en el vivir familiar del país de su esposo. Se dijo que era parte de la experiencia. Que sus suegros le cayeron muy bien y que era justo que abuelos y nietos estuviesen juntos, dada la distancia que los separaba usualmente.

Sergio estaba ansioso por ir al balneario de su infancia. Le hablaba de ello desde que se conocieron, de los veranos que pasaba en lo de sus abuelos paternos con sus hermanas, donde el tiempo se estiraba hasta el infinito entre el mar azul y el olor mágico de las flores bajo el calor aplastante. Quería mostrárselo a sus hijos. Kate era consciente de que Sergio estaba cumpliendo un sueño: el de mostrarle a ella y a los hijos su tierra, y parecía ansioso por no dejar nada afuera, ningún rincón de la ciudad, ninguna manifestación cultural, ninguna miseria autóctona. Los detalles más sórdidos le parecían valiosos. Vean, niños, aquí hay gente que duerme en la calle, no como en Sidney, les decía, y los niños no alcanzaban a comprender si aquello era bueno o malo. Vean, niños, en esa esquina me asaltaron por primera vez. Extraño orgullo, pensaba Kate.

Un día cargaron el auto alquilado y salieron rumbo al balneario por la carretera costera. Los suegros habían hecho algunos comentarios a Sergio, le dijeron que el lugar había cambiado un poco, parecían preocupados por el entusiasmo de su hijo. Los despidieron desde la calle, aunque volverían en pocos días. Durante el viaje, Kate observaba la costa; era muy hermosa, con sus dunas naturales, palmeras, pinos y eucaliptos. Una hora y media después llegaron al balneario. Algunos cerros dominaban la bahía y su playa calma. Fueron hasta el hotel que habían reservado, un cuatro estrellas con piscina. Sergio no paraba de repetir que allí eran ricos con sus sueldos australianos, que se alegraba de haber emigrado, que sus hijos tenían buen nivel de vida y que ahorraban mucho a fin de mes. Lo decía como para sobreponerse a la nostalgia que lo había acompañado desde siempre, al menos desde que Kate lo había conocido y él le hablaba de esa tierra que al fin ella estaba conociendo. Fueron a la playa y luego cenaron en un restaurante cerca del mar. Al otro día irían a la casa de los abuelos ya fallecidos de Sergio. Les contó que habían vendido la casa cuando él era adolescente y se habían comprado un apartamentito en la capital para pasar sus últimos años.

De mañana desayunaron en el hotel, luego salieron en el auto y en menos de diez minutos llegaron. Sergio detuvo el auto frente a una casa de ladrillo de dos pisos, oculta tras unos laureles. Es acá, dijo abriendo las puertas. Sergio le dio la mano a sus hijos y se acercó al frente. La casa parecía estar vacía. Kate dijo que le parecía muy hermosa. Sergio contó que antes tenía un solo piso, que el piso de encima era obra de los nuevos dueños, y lamentó que hiciera tanta sombra sobre el jardín. Que aparte, las dos casas blancas que estaban casi pegadas a la casa de ladrillo antes no estaban y que seguramente habían fraccionado el terreno. Kate notó que algo no andaba bien, Sergio parecía abatido. Vengan, vamos a ver el fondo, dijo metiéndose por el pasillo que quedaba entre la casa vieja y las nuevas. Kate tuvo reparos con entrar a una propiedad privada, pero Sergio le dijo que allí no pasaba nada, que los vecinos siempre entraban cuando necesitaban algo, que no se desconfiaba del extraño. Aparte, parece no haber nadie, dijo. Al llegar al fondo, quedó paralizado. Se volvió hacia Kate. No está, el bosque en el que jugábamos, donde colgábamos las hamacas a la hora de la siesta, donde jugábamos a la escondida con los otros niños, decía. Kate observó que sólo había patios de cemento y otras casas. Han construido toda la manzana, han puesto rejas en las ventanas, sólo queda una triste sombra de lo que fue este lugar. Sergio lloró un poco y sus hijos lo abrazaron, en ese lugar donde había sido feliz de niño, hace treinta años. Kate lo abrazó también y entendió que Sergio había querido llevarlos a su infancia y que aquello era imposible.


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