Mamá fue lancera
Catalina está despierta desde el alba. Sentada sobre un tronco cortado, frente a la entrada del cobertizo de cuero, toma mate con la mirada clavada en el horizonte. Escucha a sus hermanos roncar adentro.
Oye el grito del vigía y luego el alboroto en el campamento.
—¡Vienen los exploradores! —grita, pero nadie le responde desde adentro.
Se para encima del tronco y observa usando la mano como visera. Flotando sobre la niebla, mezclada con el humo de los fogones donde suenan guitarras y tambores, distingue nueve siluetas a caballo. Ninguna parece Manuel.
—Hermana, ¿qué pasa? —Mercedes sale bostezando del rancho—. ¿No tenés frío?
Catalina se mantiene seria. Sí que tiene frío, y el olor a carne asada le despierta el hambre, pero no le importa. Baja del tronco y encara a Mercedes.
—Creo que Manuel no viene con ellos.
—Se habrá quedado atrás. Ya vendrá, no estés triste —dice sonriendo mientras empieza a jugar con el collar de dientes de yaguareté, muy blancos contra el pecho oscuro de Catalina—. No frunzas el ceño así que se te va a arrugar la cara.
—No estoy triste, preocupada estoy. Tengo que decírselo antes de que levanten el campamento.
—Ya sé —dice Mercedes apoyando su mano tibia en la panza de Catalina—. Te lo repito, andá a hablar con la Abuela Susana. —Le acaricia las heridas de la explosión, que ya cicatrizan bajo los senos—. Y ya que vas averiguá las noticias que traen los exploradores a Karaí-Guazú.
—No quiero que nuestros hermanos se enteren antes que Manuel.
—Tranquila, no se nota. Andá a visitar a Susana que te va a aconsejar.
Catalina asiente.
Sus pies curtidos y descalzos la llevan a través del pastizal mojado de rocío. Se siente pesada aunque no ha comido desde anoche. Durmió bien pero está mareada. Pasa junto a los fogones, donde se reúnen los gauchos greñudos con sus guitarras, los negros libertos con sus tambores y los guaraníes, que afilan las armas en silencio. Grupos de niños juegan entre los caballos, se trepan a los árboles y pelean con palos. Catalina sabe que crecieron en guerra, que algunos incluso nacieron en ese campamento de Purificación, capital de los Pueblos Libres.
Llega a la desembocadura del arroyo Hervidero en el río Uruguay, donde José Artigas, el Karaí-Guazú, tiene su casa de gobierno: un rancho semejante a cualquier otro del campamento. Hay una pequeña multitud expectante de las noticias de los exploradores de oriente. Hasta están los charrúas, que por ariscos acampan un poco más lejos. Catalina se sostiene en puntas de pies y alcanza a verlo sentado sobre el cráneo vacuno, con los nueve exploradores sentados en ronda a su alrededor. No está Manuel.
—¿Usted sabe algo? —Catalina le pregunta a un viejo que mira junto a ella, y el hombre asiente.
—Alguna cosita sé: escuché que los portugueses ya cruzan la Banda Oriental. Dicen que Buenos Aires nos traicionó, que mandaron gente a Rio de Janeiro a negociar con ellos el fin de la revolución. Hasta parece que hay espías acá, en Purificación. Esos ya son rumores, ¿vio?
—¿No peleamos por lo mismo?
—Mire, ellos nunca dejarían que alguien como usted pelee en su ejército, señora.
Catalina se pregunta si el viejo será un espía y prefiere ignorarlo. Artigas se pone de pie, se acerca unos pasos hacia la multitud y habla.
—Los acontecimientos se precipitan. Tenemos que poner en marcha nuestros planes cuanto antes. Algunos iremos al sudeste, a cortar el avance portugués. Otros al norte, comandados por Andresito, para abrir un nuevo frente en las Misiones. Nos organizaremos en el correr de la tarde. Prepárense para abandonar el campamento mañana mismo —y dando media vuelta, entra a su rancho, mientras todos dan gritos de libertad y república. Catalina no, aprieta los puños. Siente rabia por su indecisión.
—A aprontarse, mija. Es lo que toca —le dice el viejo.
Se aleja más por los caminos del campamento, que discurren entre arboledas y tolderías. Llega a la tienda de la Abuela Susana, levantada a la sombra de unas coronillas. Entra despacio a la bóveda de palos, cubierta por cueros a excepción de un agujero en el medio, por donde entra la luz y sale el humo. La Abuela Susana está sentada de piernas cruzadas, con sus pómulos caídos y manos nervudas. Arroja al pozo con brasas una rama de coronilla que perfuma el aire.
—Abuela, ¿no tiene miedo de quemarse?
La anciana levanta sus ojos ciegos hacia Catalina cuando la oye hablar.
—De me quemar no, mas si de usted que no avisa que anda ahí. ¿Qué precisa?
—Perdone, Abuela. Buen día. Preciso consejo.
—Pase, mujer, siéntese —dice Susana señalando un trozo de cuero apoyado en la tierra, donde Catalina se arrodilla—. Tiene cara de cansada. Tome, va le hacer bien. —Le extiende un puñadito de hojas de coca que le traen unos mensajeros desde los valles andinos. Catalina las mastica un poco y luego las coloca entre la encía y la mejilla.
—Abuela, tengo que decidir y no puedo.
Susana, con una sonrisa tranquila, se voltea y tantea en el montón de cosas que tiene arrinconadas. Primero, saca una botella de caña; le da un trago largo y arroja un poco al fuego. Después se coloca un tabaco armado en los labios y se agacha hasta que el cigarro toca las brasas. Inhala iluminando la cara de Catalina con cada pitada profunda. Al exhalar, su rostro adopta un gesto seductor y las pupilas nubladas se ponen blancas.
—Mi amor, ¿cómo te ayudo?
—Dama de la noche, reina de reinas —dice Catalina y baja la mirada.
El espíritu incorporado en Susana extiende su mano y acaricia su rostro. Baja la mano por los hombros y pecho hasta detenerse en el vientre.
—Llevas vida. Es sana, es una niña, ¿qué te preocupa? —dice.
—Mañana levantamos el campamento. El padre es uno de los jefes de Artigas. No lo sabe y no ha regresado.
—¿Y?
—Es dueño de tierras y yo hasta hace poco era esclava. No va a reconocer a la niña. Mis hermanos no me van a perdonar. Voy a quedar sola con la criatura —dice y le cae una lágrima por primera vez en años.
—Mi vida, preciosa. Cuando sobrevivas a esta guerra y esa criatura crezca, nunca va a te dejar de amar, porque peleaste por su libertad. Y la de todas las generaciones que vengan.
—Pero no sé si ir a la batalla o abandonar la revolución y quedarme esperando al padre.
—No tenga miedo, confíe. No espere nada de ese hombre ni de sus hermanos, actúe por lo que usted siente bien adentro de su alma, ¿sí?
Catalina asiente y el cuerpo de Susana se estremece al recuperar posesión.
—¿Cómo le fue?
—Bien, gracias, Abuela. Disculpe que no le traje nada —dice Catalina tomando la mano de la anciana entre las suyas—. Sólo tengo mi lanza, y la preciso.
—No se preocupe, mujer. Su visita es un regalo.
Al salir, no oye tambores ni guitarras. Las noticias han corrido por el campamento y los rostros de aburrimiento de la mañana son ahora de fiereza. Todos van y vienen, ocupados en recoger sus cosas. A sus hermanos los encuentra en igual actividad.
—Parece que iremos al norte con Andresito —le dice Mercedes al verla venir—. ¿Qué te dijo la Abuela Susana?
Catalina pasea su mirada seria por el horizonte. Luego clava sus pupilas encendidas en las de su hermana y se le escapa una sonrisa.
—Hacía meses no te veía reír.
—Hermana, voy a pelear.