Myia y Mario


Mi novia es filósofa, ella entiende todo” dice Mario Páez, que saca lentamente una caja de fósforos del bolsillo de su bermuda y se la alcanza a Myia, que observa los diseños de la cajita, disimulando que contempla el torso atlético y bronceado del joven Mario, sus pies descalzos, con su suela natural hecha de costra y cicatrices. Saca un fósforo y enciende el cigarrillo que sostiene con los labios. Mario dice algo, pero Myia no le entiende bien ese español italianizado, que le recuerda a su griego, en la voz grave y calma del joven, que llena todo el espacio sombrío y fresco de su pequeño apartamento en el cuarto piso por escalera de esta Barcelona ardiente, donde los jóvenes vecinos se aproximan con sonrisas y una los invita a pasar, ayudándolos a bajar de la azotea, agarrándolos de las rodillas para que no terminen escrachados en el fondo del callejón concurrido y ruidoso del Raval. Todo para fumarse el pucho. Mario Páez le da la espalda ahora, ensimismada como está contra la mesada, y se asoma al balcón, lleno de curiosidad aleatoria. Mira y oye y el Sol le calienta los rulos. Myia vuelve en sí porque las gotas de café hirviendo le queman el brazo. Cierra rápido la tapa mientras dice un insulto en griego. “¿Qué?”, Mario vuelve a entrar. Myia le ofrece una taza de café y Mario acepta. Mario le habla despacio y hay un tono de esperanza en todo lo que dice. Le sonríe y Myia se sonríe, aunque no le importa en lo más mínimo lo que está diciendo, sólo le gusta escucharlo hablar con ese tono de voz, sumergirse en su voz y en su idioma misterioso. Terminan el café y Mario se detiene a observarla. “Qué callada sos.” Myia le despeja los rulos del rostro, pasándolos por atrás de la oreja. Se le acerca y le da un beso. Se besan y se van desnudando en la sombra fresca, mientras afuera se oyen los gritos y las bocinas lejanas. Hacen el amor sobre el piso de baldosas rojas y ambos sudan mucho y sus sudores se mezclan e impregnan el suelo. Se toman su tiempo y se miran mucho. Al rato están extenuados y se abrazan mirando al techo en silencio. “¿Vamos a la playa a refrescarnos?”, pero Myia trabaja al atardecer, así que lo apura para que se vaya. Le abre la escalera para que no tenga que trepar por el balcón y Mario pega un salto sobre el callejón estrecho, donde la gente camina, cuatro pisos más abajo, hasta la azotea donde se encuentra su habitación, pequeña pero con vista a toda la ciudad. La mira sonriente antes de adentrarse en ella. Myia lo ve entrar, suspira, entra a la escalera y cierra la puerta de hierro.


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