Maia y los gringos
La niebla se disipa todavía en la peatonal cercana al puerto. Los locales están abriendo. Hay algunos turistas que caminan lento y sacan fotos, también marineros, que se diferencian porque son todos varones y casi todos filipinos, mientras que los turistas parecen venir de algún lugar de Europa. Un rico olor a café inunda la esquina y los ojos de los turistas se colman con la hermosa arquitectura colonial que se deteriora de humedad entre las palmeras. Chocan dos mundos; los indigentes locales que duermen allí todas las noches se despiertan. Algunos se sientan en los bancos, ensimismados. Otros deambulan por las cuadras cercanas, juntando cigarrillos sin terminar. Los que son adictos se encaminan a la boca que está a una cuadra de la peatonal, cerca de la comisaría.
Maia, la cordobesa, actriz de profesión, puta temporal, termina de bañarse en el apartamentito compartido con las demás chicas. Se lava los dientes y guarda lo necesario en su mochila: una navaja, un spray de gas pimienta, condones, el teléfono, alcohol, algodón, los documentos, tabaco y algo de dinero. Desayuna galleta de campaña con manteca y algunos mates que le pasa Doña Josefina, ya jubilada y tía del alcahuete a cargo, Néstor. Ninguna confía del todo en Doña Josefina, que pretende ser amiga, pero es la mano derecha de Néstor y su principal fuente de información sobre los hábitos de las chicas.
—Recién me llamó Néstor para avisarme que llegó un crucero y la peatonal se está llenando de gringos. Apróntense rápido que hoy hay trabajo —le dice Doña Josefina a las que recién están despertando. En general, la clientela consiste en empleados de los comercios o marineros. Cuando llega un crucero al puerto las tarifas aumentan y se cobra en moneda extranjera.
Maia sale a la calle con sandalias, short corto y un top. El cielo está encapotado pero hace calor, el verano poco a poco cede ante el otoño. El barrio empieza a llenarse de los trabajadores que llegan cada día desde otras partes de la ciudad y lo abandonan al caer la tarde, cuando se convierte en el reino de los vendedores de droga, ladrones, policías y snobs que buscan la bohemia en casas recicladas y rodeadas de miseria humana. A Maia le gusta el barrio durante el día, es seguro y variopinto y siempre escucha historias interesantes. Camina las pocas cuadras que separan a la residencia de la peatonal. Al llegar huele el acostumbrado olor a café, que siempre la hace pensar en los desayunos de su infancia. Tiene que volver a convencerse de que está haciendo lo correcto, que el viento va a cambiar y aparecerá una oportunidad para dedicarse a su pasión, o al menos alcanzar una vida mejor. Volver a Córdoba ya no es una opción.
Se pasea por la peatonal y pasa frente a la puerta alta que conduce a una escalera, el "hotel". Ahí está Néstor, con su musculosa calada y su cadena dorada, fumando un cigarrillo. Se saludan con una mirada discreta. Néstor tira la colilla y se pierde por la escalera, mientras Maia continúa su caminata lenta, buscando algún turista lascivo para pescar. Se cruza con sus colegas de todos los días y los indigentes de siempre, que la saludan con tristeza. Hay muchos turistas que miran vidrieras, sacan fotos o compran souvenirs. La mayoría son familias o viejos. Los más interesados son los marineros, que la abordan primero, pero quieren regatear el precio y no llegan a un acuerdo. Pasa el tiempo y Maia decide sentarse en la puerta de una casa abandonada a fumarse un tabaco. Mientras lo arma ve que del otro lado de la peatonal hay una niña y un niño pequeños, de pelo rubio, pálidos, de no más de seis años. Él llora mientras ella intenta consolarlo, mirando alrededor como buscando a alguien. Maia espera para ver si se les acerca alguna persona. Los adultos les pasan por al lado sin siquiera mirarlos. Maia entonces decide acercarse.
—Hola, ¿están bien? ¿Necesitan ayuda? —les dice dulcemente.
La niña, que es mayor, empieza a hablarle muy rápido en una lengua incomprensible. Maia la detiene porque no parece que vaya a detenerse nunca.
—¿English? A little —dice Maia en su pobrísimo inglés. La niña la mira consternada.
—We lost father —la niña se esfuerza por encontrar las palabras en ese idioma que también conoce poco.
—Ok, esperamos, wait —le responde Maia y se sienta junto a ellos, preocupada por los peligros que acechan a aquellos niños. El niño se calma de a poco y se sienta junto a ella, apoya la cabeza en su regazo y se queda dormido en seguida. La niña mira alrededor todo el tiempo. El tiempo pasa y el padre no aparece. Maia está preocupada por ser descubierta por Néstor en esa situación en lugar de estar trabajando. Pasa una hora. Maia llama la atención de la niña y se toca la panza, luego hace el gesto de llevarse algo a la boca. La niña asiente y despierta a su hermano. Maia se levanta y el niño le da la mano, entonces la niña toma su otra mano. Se siente extraña por andar así con ellos en su lugar de trabajo, pero le conmueve la confianza que le tienen esas criaturas perdidas en una ciudad extraña, así que no le importa. Dan vuelta a la esquina y Maia se queda más tranquila de no ser vista por Néstor. Van hasta una panadería y Maia compra bizcochos y leche chocolatada, luego se encaminan a la plaza y se sientan en un banco. Mientras los niños sacian su hambre, Maia saca su teléfono y les pregunta.
—¿Número de father? Capaz se perdió él también.
La niña toma el celular y digita un número larguísimo y extraño, luego llama. Pero mueve la cabeza de lado a lado negativamente mirando a Maia y le pasa el aparato. Ella escucha el contestador automático, está ocupado o fuera de servicio. De pronto siente enojo con el tipo, ¿qué clase de padre deja a sus hijos en el barrio portuario de una ciudad desconocida? Empieza a elaborar hipótesis, piensa que quizás los abandonó allí, aunque es improbable. Piensa que capaz le pasó algo horrible, que fue secuestrado o algo así. Se siente estúpida por hacerse responsable de ellos, pero no puede ir a la policía, Néstor la mataría. Además no confía en ellos. Lo único que le faltaba era esto, otro problema, otra responsabilidad, cuando ella misma ya era suficiente complicación. Ve que el niño la mira preocupado y fuerza una sonrisa en su rostro, sabe que ellos no tienen la culpa. El niño le devuelve la sonrisa y de pronto se ilumina.
—¿Crucero? —los niños la miran extrañados. Piensa un poco— ¿Boat?
—¡Yes! —le responde la niña entusiasmada, como si ese descubrimiento fuera suficiente para sacarlos de allí— Boat, big boat.
—Ok, vamos —los agarra de la mano y caminan juntos las cuadras que los separan de la entrada al puerto. El niño parece haber olvidado su situación, ríe, mira alrededor, saluda a los transeúntes y juega con su hermana, que parece más preocupada. Al llegar al enorme portón de metal sale un guardia con cara de pocas luces y gesto suspicaz.
—Hola, señor. Mire, encontré a estos niños perdidos. Estoy casi segura de que vinieron en el crucero que llegó hoy —dice con su fuerte acento cordobés.
—¿Casi segura? —el hombre inspecciona al extraño trío.
—Sí, es que no hablan el idioma. ¿Me puede ayudar?
—Mire, señorita, yo no puedo abrir el portón hasta la hora indicada para que los viajeros retornen a la embarcación, sabe que el puerto es un área restringida.
—¿A qué hora es?
—A las cinco.
—¿Se los puedo dejar para que los cuiden hasta esa hora? ¿Que avisen al padre o al capitán del barco? Yo estoy trabajando, los estoy ayudando porque no los pude dejar solos. Parece que el padre los perdió.
—A ver, mi trabajo es abrir el portón a las personas habilitadas en el horario indicado. Esto no es una guardería infantil. Si tiene problemas, le recomiendo que acuda a la policía.
—Por favor, señor, ayúdeme.
—De ninguna manera voy a aceptar a esos niños. Póngase en mi lugar. Viene una mujer como usted con dos niños extraños que encontró en la calle, me deja en una posición por lo menos incómoda. ¿Cómo puedo confiar en usted?
—¡Basura!
—Buena suerte —dice con ironía socarrona el guardia. Maia lo escupe, pero el hombre no se inmuta y limpia su camisa con la mano— ¿Se piensa que es la primera vez que me escupen?
—No, la verdad pienso que te debe pasar seguido, estúpido.
—Vaya a la policía, ¿qué problema?
El hombre se da vuelta riendo y se mete en la garita. Maia mira a los dos niños, que le devuelven una mirada de asombro y miedo. Maia restriega sus ojos, cubiertos por una lámina de lágrimas de rabia y les sonríe.
—Vamos, chicos. Sabemos que a las cinco abren el portón.
Remontan las calles empinadas hacia el centro. Maia piensa que al menos les mostrará la ciudad mientras espera la hora para llevarlos al puerto al encuentro de su padre. Se apena de estar tan sola en la ciudad y no tener a nadie a quien confiarle el cuidado de los pequeños gringos. Mientras piensa estas cosas, caminando lentamente con los dos niños, suena su teléfono. Los niños se ilusionan, pero es Néstor quien la llama. Decide ignorarlo para evitar perder la calma. Llegan a una feria callejera y recorren los puestos. Maia nota que los miran raro, claramente ella no es la madre de los niños, son muy diferentes de ella, además de que es demasiado joven y no está vestida como una cuidadora de niños precisamente. Pero nadie se atreve a comentarle nada, solo siente las miradas y oye los murmullos especulativos. Llegan a un carrito de comidas y le compra un pancho a cada uno. Se sientan en una mesa de plástico con sombrilla y ella aprovecha para alejarse unos pasos y llamar a Néstor.
—Hola.
—¿Se puede saber dónde estás, flaca?
—Pasó algo, Néstor, te tengo que explicar.
—A ver, explicame.
—Encontré dos niños perdidos en la peatonal y los quise ayudar, esperamos un rato ahí pero no venía nadie. Son extranjeros, vinieron en el crucero, pero el padre los dejó ahí.
—¿Y vos te los llevaste? ¿Estás loca? Dejalos inmediatamente donde los encontraste, ¿por qué te metés?
—Es que estaba lleno de lateros en la peatonal, me dio miedo que les pasara algo. Después traté de llamar al padre, pero...
—Pero nada. Me los tendrías que haber traído a mí para seguir trabajando, ¿por qué no me los trajiste?
Maia no sabe que responder y guarda silencio.
—¿Qué? ¿No confiás en mí? ¿Qué te pensás, que los voy a vender? Soy padre yo también, Maia.
—¿Cómo se iban a quedar en el hotel con el ambiente que hay? Tranquilizate, estamos recorriendo la ciudad, llamando al padre. Yo sé que a las cinco vuelven a embarcarse, así que los voy a llevar hasta ahí para que se encuentren.
—No, no y no. Vos venís, me los dejás a mí, te ponés a trabajar y te olvidás del tema. Para eso estoy, ¿ta? Estás loca, vas a terminar presa por andar secuestrando niños.
—¡Yo no secuestré a nadie!
—Traelos ya, ¿dónde estás?
Maia no contesta. Mira a las dos criaturas que juegan con las servilletas.
—¿Maia? Respondeme, no me provoques porque termina mal esto.
Maia siente un tirón en la espalda. Se da vuelta y ve que un niño de unos diez años está metiendo la mano en su mochila.
—¿Qué hacés pendejo? ¡Salí de acá!
El niño se asusta y sale corriendo. Oye la voz enfurecida de Néstor en el teléfono y le corta. Se toma la frente. ¿Por qué está ayudando a estos niños y no a todos los otros? ¿Los que andan metiendo la mano en su mochila para sobrevivir? Angustiada, vuelve con los pequeños gringos y les acaricia la cabeza. Luego los lleva al mirador que hay encima del edificio del gobierno municipal, piensa que allí estará a salvo de Néstor, que la debe estar buscando enfurecido. Los niños quedan maravillados con la vista de la ciudad desde encima, señalan el crucero que aguarda anclado en la bahía y hablan entre ellos en ese idioma extraño. Maia los mira sonriendo y se pregunta cómo será tener hijos. Piensa que nunca los dejaría solos, nunca jamás. Deja pasar el tiempo y la tarde avanza, los niños duermen la siesta con la cabeza en su regazo, mientras ella mira fijo el horizonte y calcula cómo salir de esta. Así se hacen las cuatro. Mira su celular, tiene veinte llamadas perdidas de Néstor y un mensaje. Lo abre: "El padre está acá en la puerta del hotel, traelos ya. Ya mismo." La invade una sensación contradictoria de alegría y peligro y despierta a los niños.
—Father está en peatonal, yes —la niña no entiende las palabras pero comprende la información por sus gestos y se echa en sus brazos. El niño no entiende mucho pero la abraza también. Bajan por el ascensor y caminan por la avenida hacia el puerto. Cuando dan vuelta la esquina de la peatonal, Maia ve a un hombre alto y rubio, de unos cuarenta años, con cara de angustia, hablando con dos policías. De pronto siente que la toman desde atrás. Es Néstor que la agarra de ambos hombros.
—Chiquita, ¡te voy a matar! La que me hiciste pasar hoy, casi terminamos todos presos.
Maia no suelta a los niños que se aprietan contra ella.
—Bueno, ya pasó, Néstor.
—No, no pasó. Apareció el idiota preguntando por los niños, lo quise ayudar. Te llamé y te llamé. Se quedó ahí conmigo, pero cuando vio a unos canas los llamó a los gritos y me rajé. El tipo no entiende nada.
—¿Dónde estaba él?
—Subió a comprarle merca a Tito, estaba desesperado hace días en el barco. Y viste cómo es Tito con los turistas. Lo quiso cagar, no lo dejaba salir, le afanó la billetera y el teléfono. Cuando lo dejó salir se escapó por las azoteas. Y el pelotudo andaba llorando por la peatonal, que había perdido a los hijos, ¿te das cuenta?
—Qué imbécil, no te lo puedo creer.
—Sí, bueno, ahora hay que largar a los nenes sin acercarnos nosotros porque terminamos todos presos, sobre todo vos.
Entonces Maia tiene un momento de lucidez y le da una patada en el medio del pecho a Néstor, que cae de espaldas a la calle. Levanta a los niños y da vuelta a la esquina corriendo. Cuando el hombre ve a sus hijos llora y se les acerca corriendo, los abraza y les da besos en la frente. Los niños también lloran y lo abrazan. Maia mira atrás y ve que Néstor se asoma en la esquina. Los policías la miran con curiosidad.
—¿Cómo encontró a mis hijos? —le dice el tipo con marcado acento.
—Los salvé de la calle. Los encontré ahí —dice señalando la puerta de entrada a la boca de Tito.
El hombre la mira con algo de desconfianza. Ella se le acerca al oído.
—No le digas a la policía nada de nada o les cuento que estabas comprando cocaína —los ojitos celestes del hombre se empequeñecen y una mueca de malestar le deforma el rostro.
—¿Qué quiere? —pregunta.
—Quiero ir contigo hasta el puerto.
—Pero, ¿cómo explico a la policía?
—Deciles que soy pasajera del barco y los encontré, ¿estamos?
—Ok, girl, ok. Pero no diga nada a policía.
Los niños la miran, tomando las manos de su padre. Los cuatro se dan vuelta y caminan hacia los dos policías, que parecen aliviados por no tener que trabajar. Dos niños extranjeros perdidos eran una cosa grave.
—Esta mujer viene en el barco, encontró ellos aquí cerca.
Los policías lo miran con profunda suspicacia. Luego se miran entre ellos y uno habla.
—Muy bien, mientras hayan aparecido —miran a Maia de arriba a abajo. Es claro que no le creen nada al hombre. Maia se alegra de la desidia de la policía local y les sonríe naturalmente—. Bueno, señor, me alegro de que hayan aparecido. Buena suerte y buen viaje.
Los dos policías se van, comentando algo entre ellos y mirando hacia atrás cada tanto. Maia toma la mano del hombre y lo arrastra por las dos cuadras que los separan del puerto. Siente la mirada de Néstor clavada en la nuca y está satisfecha de haber escapado de él por ahora. Los adultos no cruzan una palabra mientras la niña le habla sin parar al padre con su voz aguda. Maia no entiende nada. El padre le responde cada tanto y mira a Maia entre agradecido y preocupado. Finalmente llegan al portón.
—Bueno, momento de despedirnos —dice el tipo.
—No, necesito algo más.
—¿Qué?
—Necesito subirme a ese barco con ustedes.
El tipo la mira incrédulo.
—No habla en serio, ¿cómo?
—Usted tiene que pagarme el pasaje y explicar que se enamoró de mí.
—No podría, no me creerían.
—O lo hace o lo denuncio con las autoridades. Si me quedo acá me matan, no tengo opción.
El hombre mira a los niños. Suspira hondamente. Claramente se arrepiente mucho de lo que hizo.
—De acuerdo, venga conmigo, ¿tiene documento?
—Sí, tengo.
—Vamos.
El tipo le toma la mano mientras los pasajeros se amontonan contra el portón. Algunos miran a la pareja extrañados, pero todos hablan de lo que vieron en el día y de lo maravillosa que es la ciudad. A las cinco se abre el portón. Maia mira al atónito guardia que no puede hacer nada mientras ella entra triunfal en el puerto, rodeada de todos esos turistas adinerados. Los niños hablan entre ellos y se sonríen, Maia les cae bien, aunque ella no tiene ninguna intención de permanecer con aquel hombre. Llegan al barco y cruzan la pasarela, donde nadie los controla. Se adentran en el enorme crucero. Los cuatro van hasta la habitación y el tipo le señala un sillón a Maia.
—Voy a hablar con la tripulación y pedir sábanas.
—Perfecto—le responde ella —. Gracias.
—No, gracias a ti...
—Maia me llamo.
—Rudolph.
Rudolph sale y los niños corren a abrazarla y hablan sin parar en su idioma. Ella los mira sonriente también y llora de alegría. Oye la bocina impresionante del crucero, que emprende la marcha. Se para y se asoma al ventanuco. Ve a la ciudad alejarse lentamente. Le apena dejarla, pero no había nada bueno para ella allí, piensa que esta era la oportunidad que estaba esperando. La invade una gran alegría, por haber logrado ayudar a los niños, por haber logrado escapar. Le espera algo mejor, está segura. La ciudad se aleja y se encienden las luces de a poco.
El crucero recorrió las costas de Brasil antes de encaminarse a Europa. Maia pasó esas semanas acompañada por los niños y Rudolph, aunque pronto se aburrió de él. Conoció las ciudades del litoral brasileño y algunas playas paradisíacas, pasó el rato en la piscina y disfrutó de buena comida y bebida. Finalmente, el crucero llegó al puerto de Hamburgo y terminó la travesía. Se despidió de los niños y de Rudolph. Les dejó su dirección de correo electrónico para permanecer en contacto. Desde allí se trasladó a Ámsterdam, donde los inmigrantes son bienvenidos, y empezó a trabajar como ayudante de cocina. Con el tiempo aprendió inglés y algo de holandés y finalmente abrió su propio local. Se casó dos veces y fue madre de cuatro hijos. Vivió allí hasta la vejez y viajó a su Córdoba natal varias veces. Durante toda su vida mantuvo el contacto con los dos pequeños gringos, que la visitaron siempre. Así los vio crecer, madurar y envejecer, y siempre los sintió como parte de su familia. Tanto Maia como ellos sintieron siempre un agradecimiento recíproco. Aquel encuentro en la peatonal les había enseñado una nueva forma del amor.