La excursión
Los neumáticos hacen crujir a las piedras. La calle serpentea entre los cerros rocosos y verdes de la sierra. Se detienen al llegar al estacionamiento, rodeado por la recepción, el parador y los baños. El motor se calla y se oyen los pájaros. Clara, Yama y Diego abren las puertas y se bajan. Clara se acerca a la recepción mientras los otros se estiran.
—Parece que no hay nadie.
—Bueno—responde Diego—, armemos el campamento y después venimos.
—El parador está cerrado también. Me quería comprar algo para comer, unos bizcochos o algo —dice Yama.
—¡Nos comimos una bolsa en el camino!—grita Diego.
Clara observa las sierras que se pierden a lo lejos. El sol sube y hace calor. Entonces oye el rumor del agua.
—¿Hay un arroyo?
—Sí, claro— le responde Diego—, yo siempre que venía me bañaba. Debe estar crecido porque llovió. Es ahí abajo, en la quebrada.
—¿Vamos?
Los dos la miran, Diego sonriente y Yama serio.
—Primero armemos el campamento y comamos algo—dice el último.
Agarran las cosas del auto y Clara lo tranca. Diego los guía pasando la recepción, donde se extiende un campo inmenso, con islas de bosques bajos, arbustos, coronillas, arrayanes, talas y varias plantas espinosas. Hay algunas rocas dispersas por ahí, redondeadas por el tiempo.
—No hay nadie—dice Clara.
—Humanos no. Miren.
Diego señala a un tatú-mulita que escarba y busca en la tierra a pocos pasos.
—Son muy torpes, todavía no se dio cuenta de que estamos acá.
Yama saca el teléfono y le hace unas fotos. Luego dejan las cosas en una sombra y exploran la zona. Bajan hasta el arroyo y descubren unas lagunas de agua cristalina que se forman por las rocas, como cuencos enormes. Llenan sus botellas de agua fresca.
—¿Y si acampamos acá?—dice Yama.
—Pasa que si llueve nos vamos a inundar, tenemos que ir un poco más arriba.
Encuentran un bosquecito sombreado y entran.
—Está hermoso—dice Yama.
—Muy. Y hay leña también…¿Y ese ruido?—Clara se eriza al decirlo—Son abejas.
Camina y busca a las abejas y encuentra un claro donde las puede ver sobrevolando el bosque.
—Son muchísimas—le dice Diego.
—Están en todo el bosque, Diego. Vámonos de acá.
—Sí, vamos.
Salen y se encaminan a donde dejaron las cosas.
—¿Capaz que acampamos por acá? En ese bosquecito—Yama señala un árbol antiguo, en el centro de un claro rodeado de arbustos.
—Sí, está lindo—responde Clara.
Arman la carpa para tres que llevó Diego, porque Yama no tiene y la de Clara tiene las varillas partidas y pegadas con cinta adhesiva. Es una carpa grande y cuadrada, plateada por fuera y azul por dentro. Colocan algunas rocas en forma de círculo, juntan leña y ponen al fuego una caldera con agua para el mate. Se sientan a la sombra del árbol a esperar a medida que el sol se acerca al mediodía. Hay un ambiente de chicharras, pájaros y ni un soplo de viento. Clara ve a unos buitres volar en círculos en las alturas, con la mirada puesta en el campo y en aquellos solitarios humanos que acaban de llegar. Entonces siente como una náusea en la frente, frunce el ceño y habla.
—Che, qué raro que no había nadie allá.
Entonces se da cuenta de que sus amigos estaban hablando de otra cosa y que los interrumpió.
—Ésta está en la luna—le dice Yama a Diego.
—En otro planeta.
—Me vino un mareo, no sé, una sensación rara.
—Estás pálida, capaz que es el calor, ¿vamos al arroyo? ¿Yama?
—¿Pero estás bien?—le pregunta Yama.
—Sí, sí, tranquilos. Vamos al arroyo.
Caminan bajo la luz blanca del mediodía por la bajada. Entonces Yama dice:
—¡Miren! Los buitres están bajando en aquel monte.
—Debe haber algo—dice Diego.
Clara los ve precipitarse en el bosque de las abejas. Piensa en el tatú-mulita de hace un rato. Empieza a caminar hacia allí.
—¿Decís de ir, Clara? Dejá quieto—dice Yama.
—Dale, vamos a ver—dice Diego siguiéndola y allá van los tres muy resueltos. Se acercan al bosque y los buitres huyen volando y gritando. Clara busca con la mirada, aturdida por el ruido de las abejas. Entonces lo ve. Un felino con pelaje amarillo con manchas negras, con una cola larguísima.
—¡Es un leopardito! Ay, creo que está muerto ya—dice.
Diego se acerca al cadáver de la criatura tras ella.
—Es un margay, son muy difíciles de ver. Andan de noche, son como ninjas. Nunca había visto uno. No parece lastimado, pero está muerto sin dudas.
Yama se mantiene a una distancia prudente, mientras Diego examina al margay y Clara lo mira a unos pasos. Piensa en la vida de ese animal tan majestuoso, muerto allí en el medio del camino. Teje conspiraciones entre los buitres, las abejas, el Sol. Siente que algo falla en la dinámica de la realidad, que algo no se sostiene en ese trío de amigos, en ese lugar donde no hay nadie. Entonces siente el olor a carne.
—Me voy al arroyo, gurises, siento olor a muerto.
—Sí, vamos—dice Yama.
Llegan al salto de rocas donde se forman las piletas naturales.
—¡Ay, no traje la malla!—dice Clara.
Yama mira alrededor preocupado. Diego se sonríe.
—Y bueno, no hay nadie, Clara. No hagas como que nunca nos vimos en bolas.
Clara se encoge de hombros.
—A mí me da igual.
Se saca la camiseta y la tira al costado y los otros hacen lo mismo. Luego se sacan los pantalones y las medias y quedan los tres desnudos. Se miran y se empiezan a tentar de risa.
—Bueno—dice Yama—, yo estoy muy sudado. Me voy a tirar al agua antes de acercarme a ustedes.
—Es esa—dice Clara.
Se acerca a la orilla y se zambulle sin más. El agua está fresca y siente un gran alivio, el viaje fue largo y caluroso. Saca la cabeza al día brillante y se da vuelta. Ve a sus dos amigos metiendo los pies en el borde. Le parecen muy hermosos y se sonríe. Se tira primero Yama y sale junto a ella. Lo ve cercano y sonriente y le da un beso en la boca. Luego Diego sale del otro lado, la abraza desde atrás y empieza a darle besos en el cuello y a acariciarla. Yama la besa y pellizca a Diego en sus hombros musculosos.
—Auch.
Se ríen, se tocan, se besan. Tienen sexo en la piscina paradisíaca, en sus bordes y afuera también, encima del pasto. Después de un buen rato se dan un último baño y se acuestan mojados en las rocas calentadas por el Sol. Fuman con los ojos cerrados, muy relajados. Después de unos minutos en completo silencio, Clara oye unas ramas quebrarse y mira hacia el bosque, donde ve una silueta que huye adentrándose en la maleza.
—¡Había alguien ahí!
Los otros se yerguen de golpe y miran.
—No me asustes—dice Yama.
—¿Segura?—dice Diego.
—Sí, era alguien. Pero no llegué a ver bien.
—Mejor nos vestimos.
—¿Vamos a cocinar? Estoy con hambre—dice Yama.
Sentados en unas reposeras, Yama pica verduras mientras Clara mantiene el fuego y Diego dibuja.
—Yo lavo después—dice.
—Siempre lo mismo contigo—responde Yama sonriente.
Clara echa unas ramas al fuego y mira a uno y a otro.
—Me quedé preocupada por la persona que apareció, ¿nos habrá visto cogiendo?
—Puede ser... ¿decís que nos filmó?
—Ni lo digas, por favor.
—Seguramente sea alguien del camping que llegó recién, vio el auto y bajó a buscarnos.
—Y nos encontró en pelotas gozando en la laguna—concluye Yama—, nada de malo.
—¿Haremos una caminata?—pregunta Diego.
—Yo estoy tranquilo acá, no me vengas con cosas.
—Dale, Yama, vamos a explorar, mirá lo que es este lugar.
—Podríamos ir a aquella cima—dice Clara señalando un cerro cercano, del otro lado del arroyo.
—Me encanta—dice Diego—, vamos ahora después de comer.
—Bueno, dale, vamos—dice Yama—. Pero espero que no sea peligroso.
—¿De qué tenés miedo? ¿De las fieras? Acá no son muy grandes, como el leopardito son, y las serpientes no matan a nadie desde hace treinta años.
—Se llama instinto citadino, Diego, no te metas donde etcétera.
—¿Dónde?
—¡Y yo qué sé, es un decir!
—Bueno, tranqui.
—Me hacés calentar.
Clara se ríe del enojo de Yama.
—Ay, qué gracioso—dice él.
—¿Ya te ofendiste?—le responde ella.
—Ta, ta, ta. ¿La olla está en la parrilla? Voy con las verduras.
Al rato echa el arroz y poco después comen en sus platos de plástico y toman agua de sus botellas. Se acuestan en la carpa a dormir una siesta.
El Sol está más bajo mientras se calzan para salir a caminar. Se ponen sombreros y lentes de sol. Parten primero a la recepción, pero al llegar no encuentran a nadie, ni ningún aviso, ni rastro de nadie. Buscan explicaciones, será feriado o cerrará los martes, quién sabe.
—Con suerte ni tendremos que pagar—dice Yama.
—Bueno, crucemos el arroyo y subamos a ver qué hay del otro lado de la cima—dice Diego.
Bajan la quebrada y atraviesan el bosque ribereño por un sendero. Llegan al arroyo y cruzan saltando de piedra en piedra. Parecería que todos los pájaros del valle están allí, los escuchan cantar fervorosamente. Del otro lado no hay sendero. Avanzan en fila, Diego adelante, Clara en el medio y Yama atrás. Apartan ramas y espinas con las manos y se lastiman a cada paso, con la pendiente como única guía. Unos cien pasos después salen del bosque a la claridad y ven ante sí a la boscosa cima de rocas. Por el medio del claro pasa un alambrado. Paran a tomar agua y descansar.
—Parecía que estaba más cerca—dice Yama y resopla.
—Sí, es engañosa la vista. Pero estamos ahí, vamos a llegar antes de lo que pensás—dice Diego.
—¿Vieron el alambrado?
Clara mira con preocupación aquel límite del campamento y la inminente transgresión del mismo.
—Sí, no pasa nada—responde Diego—, es para que no se vaya el ganado. Nadie nos va a decir nada, estamos en una buena, explorando.
—Aparte no parece haber nadie en kilómetros-acota Yama.
—¿Y la silueta que vi más temprano en el arroyo?
Los otros dos se miran.
—¿Qué? ¿Piensan que lo estoy inventando?
—No, no, es que estuviste mareada y eso—dice Yama.
—No que te lo inventaste, que lo alucinaste capaz—dice Diego.
—¿Será?—se pregunta Clara, que busca tranquilizarse. La pone nerviosa romper la ley, no le gusta sentirse en desventaja.
—O sería un animal—dice Yama.
—Ves demasiadas películas, Clara. Está todo bien. Si viene alguien a preguntar, le explicamos que queríamos subir a la cima nomás.
—Bueno, está bien.
—¿Vamos?
Los tres se encaminan hacia la cima y cruzan el alambrado, pasando entre los alambres dispuestos horizontalmente. Se adentran en un bosque diferente al ribereño, amarillento y seco, a diferencia del verde intenso y húmedo del arroyo. El suelo es rocoso y los arbustos quebradizos y con flores amarillas en sus copas. El sudor les corre por todo el cuerpo y no hablan, pues tienen la respiración agitada mientras se abren paso y escalan.
—¿Paramos un poquito?—propone Yama, que es el menos atleta de los tres.
Mientras se estiran y toman agua miran a su alrededor. Entonces Clara se percata de que los rodea un silencio absoluto, apenas interrumpido por el leve viento que sacude las ramas cada tanto. No hay pájaros, ni insectos, ni ninguna señal de vida. Tranquila, se dice, no empieces a preocupar a la gente. Esto debe ser normal, no atraigas desgracias, respirá hondo.
—¡Ya estamos bastante alto!—dice Diego— Miren la vista que hay, allá se ve el campamento.
—No grites, Diego—le dice Clara.
—¿Qué pasa?
—Nada, sólo no quiero que llamemos la atención.
—Tranquila, Clara, no hay nadie acá. La estancia debe estar algunos valles más allá.
Dicho esto, se golpea el pecho y grita, riendo.
—Tampoco la pavada, Diego—dice Yama.
—Cortala, tarado. Sigamos avanzando porfa. Me pone nerviosa este lugar.
—Vos querés volver al arroyo me parece—dice Diego guiñándole un ojo—. Bueno, sigamos, vamos hasta la cima nomás y ya volvemos al campamento.
Ahora es Yama quien toma la delantera y Diego va atrás. El silencio es inquietante y Clara aprieta los dientes cada vez que sus amigos hablan fuerte. Piensa que sus ropas son demasiado llamativas y coloridas, sus gorros demasiado blancos. Una sombra cubre su rostro por un instante. Al elevar la vista descubre que los buitres vuelan en círculos por encima de ellos. Piensa que son una presa fácil. Se enfoca en respirar hondo y observa el bosque alrededor, aunque no alcanza a ver más allá de algunos pasos entre la maleza. Tiene las piernas y los brazos llenos de tajos por abrirse paso sin otra herramienta que su cuerpo. Entonces oye que Diego empieza a silbar detrás de ella.
—Ya estamos ahí—dice Yama mirando a la cima que se aproxima.
En ese momento, Clara escucha una rama quebrarse en la dirección de la cima y en seguida un estruendo espantoso que le provoca un grito corto y agudo. Se agacha y Yama hace lo mismo. Entonces ve la cara de su amigo, con los ojos muy abiertos y los labios temblorosos, mirando hacia atrás de ella.
—¿Qué fue eso? —dice Clara— ¿Diego? ¿Qué fue ese ruido?
Diego no emite palabra y Clara teme mirar atrás. Yama tartamudea paralizado. Finalmente se voltea y ve el cuerpo largo de Diego extendido sobre la tierra seca, con los ojos abiertos, y un charco de sangre alrededor de su cabeza. No se mueve. El sudor todavía gotea por su piel y su botella de agua se derrama junto a él. Un moscardón pasa zumbando junto a Clara y se deposita sobre el cuerpo de su amigo. A ella se le llenan los ojos de lágrimas, pero sólo puede susurrar.
—Lo mataron, Yama. Está muerto.
—Sí—dice el otro, todavía incapaz de reaccionar.
—Tenemos que irnos de acá ya mismo.
Cuando termina de decir esto, suena otro tiro y revienta una rama cercana a sus cabezas. Clara agarra la mano de Yama y empiezan a bajar la ladera, lo más rápido que pueden permaneciendo agachados. El misterioso asesino no emite sonido ni se deja ver. No pueden saber si los sigue o no. Tropiezan, caen, se lastiman, pero no hay tiempo para pensar, deben llegar al otro lado del arroyo. El asesino seguro conoce la zona, por lo que esconderse es una pésima idea. Llegan al claro del alambrado. Clara lo cruza, pero Yama queda enganchado a un alambre. Se saca la bermuda para liberarse y la abandona allí. Llegan al borde del bosque ribereño y se oye otro tiro desde la cima. Yama da un grito desgarrador. La bala le perforó el muslo, que sangra profusamente.
—¡Yama!—Clara llora sin dejar de estar en movimiento— ¡Vení, apoyate en mi hombro!
Los dos se abren paso por el denso bosque a gran velocidad, enganchándose en espinas, tropezando. Yama apenas puede caminar y solloza a cada momento. Finalmente llegan al arroyo. Donde los pájaros cantaban sólo se oye el agua fluir rumbo a la quebrada. Yama no puede saltar por las piedras y empiezan a cruzar pisando el fondo, mojando su calzado. Yama resbala con el fondo y profiere un grito de dolor horrible. Clara tira de su mano para sacarlo del otro lado. Alcanzan la orilla agitados. De pronto se oye otro estallido y Clara oye claramente cómo la bala rompe tejidos y huesos y sale por el pecho de Yama, que la mira desorbitadamente.
—Corré, Clara—dice dificultosamente antes de caer de espaldas en el agua del arroyo, tiñendo el agua cristalina de sangre. Clara mira hacia el otro lado del arroyo pero no ve a nadie y sale corriendo entre la vegetación dispersa para ocultarse del asesino. Ni siquiera pasa por el campamento, sino que va directamente al auto estacionado, corriendo sin prestar atención al cansancio. Al llegar, ve a un hombre mayor sentado en el alero de la recepción. Él la saluda y dice algo, pero Clara sólo escucha a su propio corazón latir con una fuerza que nunca había conocido. Le suda todo el cuerpo, sobre todo las palmas de las manos. Abre el auto, entra y lo enciende. El hombre se le acerca preguntándole si está bien. Clara ni siquiera lo mira y arranca a toda velocidad por el camino sinuoso. Recién entonces, mientras maneja, se permite aflojar el llanto y llora mucho, grita y golpea el volante. Frena a un costado y se toma la cara, mira el paisaje serrano y se calma un poco, seca sus lágrimas. La vida vuelve a mostrarle su lado más fatal. ¿Qué hago ahora? ¿Cómo sigue esto?, se pregunta, ¿cómo es posible que la vida siga después de esto? No sabe cómo actuar ni qué hacer. Pero somos animales y hay que seguir. Viene la razón en su ayuda. Voy hasta la ciudad más próxima a contar lo que pasó, aunque me metan presa por meterme en el campo, piensa, no puedo no hacer nada. Mis amigos están muertos, piensa y se le llenan los ojos de lágrimas nuevamente. Entonces pone primera y los neumáticos hacen crujir al pedregullo mientras Clara maneja mecánicamente como un robot que sigue. Sólo le queda seguir.