La aparecida
Era dos de febrero del último año, celebración de Iemanjá. Los grupos vestidos de blanco se repartían por toda la playa y las velas ardían mágicamente en el crepúsculo urbano. Los curiosos se amontonaban en la rambla y algunos autos pasaban con indiferencia por la calle. Mateo sumergía la cabeza en el agua amarronada del Río de la Plata junto a su tía Rita. Mateo pedía que su soledad terminase, que ya no tuviese que enfrentar solo al mundo, Mateo estaba triste porque no sentía amor, ni un propósito. Se sentía perdido.
Siguió su vida, trabajando un poco acá, un poco allá, deambulando, con buenos y malos días, pero con ese sutil malestar constante de no hallarse completo, de sentir una falta, como si le hubieran arrancado un pedazo de corazón. Intentó varias cosas, trabajó como repartidor, hizo castings publicitarios, manejó un taxi. Incluso viajó por el Brasil por un mes, pero al final volvió y a los días el sentimiento de angustia volvió.
Es dos de febrero y Mateo sale de su casa vestido de blanco, va a encontrar a su tía Rita en la playa. Al llegar encuentra la misma situación de todos los años, las gentes celebran y dan ofrendas al mar. Hay cantos y danzas. A pesar de todos sus males, siempre siente paz en esa fecha, cuando se siente rodeado y contenido. Aunque no puede hablar abiertamente con su tía y sus primos, por pudor o timidez, los dos de febrero se pierde en la multitud, en la comunidad, y eso lo alivia por unos días. Así que se acerca sonriente al grupo, con un andar más resignado que tenso. Rita lo recibe y le alcanza una vela para que prenda y coloque en la arena. Los rayos horizontales del sol poniente iluminan de naranja los edificios y se refleja en sus ventanas. Mateo se acerca a la orilla y sumerge la cabeza entre las ofrendas de frutas y joyas que flotan a su alrededor. De repente siente un revuelo en la orilla, detrás de él. Las personas se amontonan alrededor de un cuerpo que está tendido en la orilla, un cuerpo mojado y desnudo. Mateo se acerca mientras la gente empieza a ponerse nerviosa y discute sin saber qué hacer. Al acercarse se encuentra con que es una mujer, de pelo negro y muy lacio, piel morena, delgada y con labios muy grandes. Tiene los ojos cerrados y sus párpados enormes le dan al conjunto de su cara un aire de paz.
—¡No respira!—dice uno que se le acerca con cautela.
—¿Alguien la conoce?—pregunta la tía Rita mirando alrededor.
—¡Que alguien llame a una ambulancia!
La multitud forma una ronda alrededor de la aparición y se producen discusiones por doquier. Hay algo que los extraña, no parece lastimada, ni sufrida y un tenue brillo rodea al cuerpo. Mateo se queda allí de pie, sin poder desviar la mirada de ese rostro que le parece bellísimo.
—¡Es la diosa!—grita un hombre—¡Es Iemanjá!
Unos susurros de sorpresa se esparcen entre los presentes. Entonces ese mismo hombre se le acerca y estira la mano para apoyarla en el hombro de la aparecida. Otro lo agarra desde atrás para impedírselo.
—¿Qué hacés?—dice el primero y empuja al que lo sostiene. Empiezan a los empujones y otros se esfuerzan por separarlos.
—¿Vendrá de la isla?—dice alguien.
Mateo se da vuelta y mira la isla frente a la costa, donde grupos de gaviotas vuelan sobre las palmeras. Cuando se vuelve hacia la aparecida ve que respira de pronto, tragando una larga bocanada de aire.
—¡Se mueve, miren!—dice Mateo.
Los párpados pesados se levantan y la aparecida clava la vista en sus ojos. Mateo queda paralizado, contemplando esos ojos enormes, de iris oscuros, que lo miran fijamente. De pronto ella sonríe y se yergue, quedando sentada, sin dejar de mirar a Mateo. Le extiende una mano y él da un paso adelante, tomando la mano de ella en la suya. Entonces el semblante serio de ella es invadido por una sonrisa amplia, de dientes perlados. Mateo se pregunta si son realmente perlas. Se mantienen así, quietos, ante la mirada atónita del resto, que se mantiene alejado como si una magia sagrada los mantuviera a distancia. De pronto ella se levanta con la ayuda de Mateo, lo mira a los ojos un instante y luego lo abraza, apoyando la cabeza contra su pecho y cerrando los ojos. Mateo la rodea con sus brazos fuertes y una lágrima cae por su mejilla cuando cierra los ojos. Exhala profundamente y lo invade una paz que nunca había conocido.
—La mandó ella, la mandó la diosa—le dice Rita con dulzura a su pequeño nieto que la interroga.
La gente lentamente se dispersa, comentando lo sucedido y atribuyéndolo a Iemanjá. Cae la noche y los cantos se sienten muy fuertes. Algunos niños todavía miran con curiosidad a la pareja que no se ha movido de la orilla. De a poco todos vuelven a sus casas. La tía Rita se acerca a Mateo y la aparecida, pensando en avisarle que se van, pero no se atreve a interrumpir el abrazo y se da media vuelta, diciéndose que llamará a su sobrino más tarde para comprobar que todo va bien.
A medianoche llama a la casa de Mateo pero nadie contesta. Rita se preocupa y va hasta allí, pero las luces están apagadas. Se dice que deben estar durmiendo. Al otro día tampoco puede localizarlo y decide bajar a la playa después del trabajo. Los veraneantes entran y salen del agua o se echan al sol de la tarde, entre los restos de ofrendas que el mar devolvió, pero no hay rastros de su sobrino ni de la aparecida. Rita se queda allí, camina toda la orilla esperando ver algo. Cuando oscurece, se resigna y decide volver a su casa. Caminando por la orilla ve que unos niños señalan al horizonte. Al voltearse, ve que hay una luz en la isla, como si alguien hubiera prendido un fuego en la arena. Rita se sonríe.
—Mateo, adorado Mateo.
Nunca nadie supo nada más de Mateo ni de la aparecida, ni volvió a verse fuego en la isla. Los rumores se esparcieron y se convirtieron en leyendas, hasta que el mito de Mateo y la aparecida se incorporó a la cultura de la ciudad. Se hicieron canciones y se escribieron cuentos. Años más tarde, cuando ya ninguno de los presentes en aquel dos de febrero seguía vivo, los habitantes ya no estaban seguros de que ese tal Mateo hubiera sido real. Algunos creían ciegamente en la leyenda y otros eran escépticos. Un escultor erigió una bellísima estatua de mármol en la vereda, que representaba a Mateo y la mujer del mar, sumidos en ese largo abrazo, frente al lugar donde ocurrió la leyenda, en el medio de la bahía de la Playa de la Aparecida.