Camila se mancha


Camila nació sin gusto por la vida. A los dieciocho creyó poder cambiar el mundo sin cambiar ella y se anotó en la carrera de Politología. Trabaja como cajera en un quiosco para pagarse el alquiler mientras estudia. Allí fue asaltada por tres tipos armados con escopetas. Se hizo pis durante el asalto, aunque no le hicieron nada. Cuando se fueron salió a la vereda y vio un celular que supuso ser de uno de ellos. Lo recogió y se lo guardó.


En su cuarto, en la casa de su madre, intenta desbloquearlo sin éxito. Espera estudiando y chateando hasta que suena. Ve la cara en primer plano de un pelado y el nombre de contacto "Zidane".

Hola, Zidane—atiende Camila.

Hola, ¿quién habla?

¿Qué te importa?

¿Cómo? No habla Zidane.

Camila nota que él espera una respuesta y decide hacer silencio.

Se quedó callada, ¿qué quiere? ¿plata?

Camila vacila un poco más y escucha un suspiro nervioso del otro lado.

No, no quiero eso.

Se me cayó del bolsillo, ¿dónde lo encontraste?

Ahí en la vereda, frente al quiosco.

¿Sos la del quiosco? ¿La que se meó? Perdoná, no era personal, nena.

A mí no me digas nena, pelotudo.

Mirá que tiene GPS el teléfono. Cuidado, pendeja.

Se lo podría haber dado a los milicos, pero no... No tengo problema en devolvértelo, pero con una condición.

La puta madre...—dice en voz baja el otro y suspira.

No sé qué te imaginás, pero bueno. No lo quiero decir por acá. Nos encontramos en el Bar Luz mañana al mediodía. Ponete algo naranja y no llegues tarde.

¿Cómo sé que no me vas a cagar?

Camila sonríe y disfruta un largo silencio.

¿Hola? ¿Estás ahí?

Entonces corta.


Al otro día lo espera sentada afuera y comiendo un fainá. Llega un hombre con barba candado, rasgos afilados y pinta de pirata. Tiene una camiseta con un dibujo naranja. Camila le hace señas con la mano y se acerca, nervioso y mirando para los costados. Se sienta.

Dame el teléfono.

Eso no es naranja.

Dame el teléfono.

¿Por qué tenés tanto miedo?

¿Me estás jodiendo? ¿Por qué confiaría en vos?

Porque estoy mal de la cabeza. Escuchame, quiero participar.

El tipo la mira, perplejo.

¿De qué?

De lo que hacen ustedes.

Ah, pero estás mal en serio.

No, quiero afanar.

Shhhh—el tipo mira para los costados y se tranquiliza luego, pensando para sí que Camila no miente sobre su locura—. Está bien, dame el celular.

Te lo doy, pero ya me voy contigo y me enseñás a disparar.

Dale, vamos.

Se paran.

¿No pagamos el fainá?

No, acostumbrate, nena.

No me vuelvas a decir nena, salame.

Me llamo Nato.

Bueno. Vamos, dale.

Dan la vuelta a la esquina donde está la moto de Nato y se suben.

Camila viaja en la parte de atrás, viendo pasar los barrios de la ciudad, la gente, las casas. Es martes, hay actividad. Se agarra del torso de Nato y siente el arma en el costado de su campera. Frenan en un semáforo.

Vamos a afanar a alguna vieja—le dice en el oído a Nato.

¿Qué te pasa? Callate.

Vamos a hacer algo, dale.

No jodas.

De pronto agarra el arma y se baja de la moto. La esconde en su campera. Nato se pone como loco y apoya la moto. Se baja.

Calmate, loca, ¿qué hacés? Devolveme eso—dice mirando a los costados, aunque nadie les presta atención. Camila tiene una sonrisa que chispea. Nato se le acerca despacio. Se acerca un ómnibus a la parada y frena.

Vení—le dice Camila y se sube al ómnibus atrás de la gente. Nato sube tras ella e intenta sacarle el arma con un movimiento rápido. Ella entonces la saca de su campera y estira el brazo. El arma queda enfrente de la cara del conductor, que la agarra como reflejo. En el forcejeo Camila aprieta el gatillo. Se oye un estruendo horrible y un vidrio caer en pedazos, luego algunos gritos de horror. Nato le saca el revólver de la mano.

Qué pendeja de mierda.

Entonces una mujer se levanta de su asiento y dispara hacia ellos. Camila oye caer el cuerpo de Nato tras ella y se tira al piso. Lo ve convulsionar y morir.

¡Policía, nadie se mueva!—la mujer, peinada con unas trenzas, se acerca a Camila por el pasillo sosteniendo su pistola.

Camila está en shock y sólo atina a levantar las manos, acostada boca abajo en el pasillo, junto al conductor. La mujer le toma firmemente los brazos y le coloca una especie de precinto de plástico a modo de esposas. Un niño llora y la gente cuchichea conmocionada.

Refuerzos por favor, tenemos un asalto a ómnibus en calles 30 y 31, cambio—Camila oye el ruido de la radio con la que se comunica la policía—. Pasajeros, pueden bajar por la puerta de atrás. Ustedes cuatro y el señor conductor, les pido que se queden para declarar—le dice a los de la primera fila. Ese minuto se hace eterno para Camila, mientras los pasajeros bajan y oye a las sirenas acercarse. La mujer la levanta y bajan por la puerta de atrás. La mete en un patrullero y se la llevan por las calles arboladas.

Sus explicaciones confusas, el testimonio de su familia y la investigación que le hicieron no fueron suficientes para que la justicia la condenase. Un psiquiatra le diagnosticó que estaba aún bajo el estado de shock producido por el asalto del día anterior. Salió en libertad y nunca más cometió un crimen. Le quedó un tic nervioso en el párpado y el antecedente en su prontuario.


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