Aquel día en la vida de Basilio
Basilio pedalea con todas sus fuerzas por la ciclovía, zumbando a los peatones y demás ciclistas. Mira el reloj en la torre al pasar por la plaza, le quedan cinco minutos para llegar en hora al trabajo. Mierda, siempre lo mismo, se dice. Cuando llega a la esquina del restaurante, comprueba que todos los lugares de bici están ocupados. Camina una cuadra hasta encontrar un farol y allí deja su bicicleta.
Llega corriendo, acomodándose la camiseta. Mira su teléfono, son las cinco y diez. El restaurante está vacío, pero el encargado portugués le reprocha en ese español rarísimo:
—Basilio, ¿todos los días tarde? Vamos, chico, si mañana llega otra vez tarde voy a tener que suspender a usted.
—Disculpe, es que no había lugar para dejar la bicicleta.
—Vaya rápido a la cocina que Fabio se fue en hora y los platos sucios se acumulan.
Basilio va a la cocina, saluda a sus compañeros, muy concentrados en sus tareas, y luego se encamina a las piletas de lavar. Suspira y empieza a fregar los platos que se acumulan a su derecha. Luego los pone a secar a la izquierda. Cuando se llena el escurridor, los apila en el mueble metálico de atrás, de donde los mozos los toman para llevar al salón. Si sólo supiera inglés quizás podría trabajar de mozo. Bah, todavía estoy esperando los papeles, se dice. Los papeles. Piensa en su novia, que en este momento está limpiando los baños de un bar y siente cómo se le oprime el pecho. Siempre que tiene esos pensamientos tristes, recuerda que ganaban cuatro veces menos por un trabajo profesional en su país. Ese es su antídoto, y ya no se siente tan explotado, e intenta que los platos queden muy relucientes. Se preocupa por su novia y por perderla, en el fondo es inseguro y piensa que ella podría irse con alguien que sencillamente le consiga papeles o un mejor trabajo. Basilio es atractivo, pero no tiene mucha iniciativa. Los platos, concentrate en los platos, nada que hacer salvo eso, se dice. Charla un poco con el italiano que amasa futuras pizzas junto al horno, luego con el surinamés que comanda la cocina y que siempre reta a todo el mundo. Llega la hora de la cena y se pone a trabajar muy duro, ya que los platos se acumulan. Esas dos horas son las peores, el restaurante se llena de turistas y los mozos van y vienen al son de la campanita de la cocina. Llevan, traen y dejan los platos junto a la pileta. Siempre lo saludan, pero no se quedan a charlar, ellos solo corren de un lado a otro y pasan sus ratos de tranquilidad afuera, viendo a la gente pasar por aquella peatonal de neones y casas viejas de ladrillo. Incluso fuman enfrente si no hay clientes. Pero Basilio no debe salir de la cocina, está mojado y sucio. El portugués lo rezongaría por presentarse con esa pinta en pleno salón.
Llegan las doce y los clientes que llegan más bien quieren beber. Los vasos se lavan en la barra. Basilio se descuelga el delantal, agarra el paquete de tabaco y se da cuenta de que no tiene hojillas. El mozo argentino siempre tiene alguna. Sale a la noche fresca y por fin respira. Odia ese cuarto de cerámica blanca y luz de tubo que ni siquiera llega a ser blanca, es un poco azul. Se restriega los ojos y escucha el murmullo del restaurante. Los turistas caminan lentamente y bamboleándose mientras los ciclistas los esquivan con gesto indiferente. Las mesas de afuera están llenas de gente, sobre todo grupos de jóvenes. Cuando pasa entre ellas, siente una mirada y nota que una muchacha lo mira como si lo conociera. Basilio la ve a los ojos y sabe que la recordaría, es una presencia que abarca todo con su hermosura. Aunque no tanto como mi novia, se dice. Ve que está tomada de la mano con un tipo grande, que de repente se voltea hacia él. Él tiene una mirada mezcla de odio y vergüenza que le provoca escalofríos. Con calma, se voltea y continúa hacia la vereda de enfrente. Allí está el argentino fumando con la polaca que atiende la barra.
—¿Y che? Mucha gente hoy, casi me vuelvo loco.
—Sí, yo también. Me vendría bien un ayudante cuando se llena, no me dan las manos para tanto plato.
—¡Ja! Ayudante dice. Estás delirando, hermano.
Basilio saca el tabaco.
—Quiero fumar, ¿tenés papel?
—No tengo.
—Si siempre tenés, loco.
—Los dejé en algún lado y me los afanaron. Este pucho es de la polaca —luego se dirige a ella—. ¿Do you have paper? ¿To smoke?
—No, sorry, only cigarrettes.
—No fumo cigarrillo —le responde Basilio secamente.
La polaca se encoge de hombros, el argentino la imita y ambos se llevan el cigarro a la boca al mismo tiempo. Entonces Basilio siente que lo miran y al levantar la cabeza ve que la muchacha lo mira de frente y, cuando él le sostiene la mirada, se hace la distraída. Ve la nuca rapada del hombre, que cada algunos segundos mira hacia los costados, paranoico, buscando la fuente de atención de la mujer. Pobre tipo, piensa Basilio, demasiado miedoso para mandarla a la mierda, ansioso por defender su honor, ese tipo es un peligro. Entonces ve que la muchacha, que ahora mira al grandote, se lleva un tabaco armado a la boca. Con filtro y todo, piensa Basilio. Ella le dirige una mirada seductora y sonríe mientras expulsa el humo.
—¿Está mal si le pido sedas a un cliente?
—Dale tranqui, creo que el portugués está tomando merca arriba.
Basilio mira el ventanuco del piso de arriba, la luz está prendida. Entonces da un paso adelante y se acerca a la mesa. Al llegar dice torpemente:
—Sorry, ¿paper?
El tipo se da vuelta enojado y ella lo mira sonriente.
—Eh…¿for smoking? —prueba Basilio.
Ella toma su mochila al instante y empieza a buscar las hojillas mientras el tipo lo mira con un odio intenso. Basilio extrañamente disfruta de aquello y mira poéticamente hacia la ventana del piso de arriba mientras espera. La luz sigue prendida. Ella le dice:
—Here you have.
Basilio entonces la mira, como despertando de un sueño, agarra el paquete y toma un papel.
—Thank you.
—Take more if you want.
—¿Sorry?
Ella le saca el paquete, saca unas cinco hojillas y se las da.
—Oh, thank you very much, bye.
Se voltea hacia el argentino que lo mira riendo y codeando a la polaca. Siente en la nuca la mirada del tipo. Basilio va armando el tabaco cuando llega junto a ellos:
—¿Qué? ¿De qué te reís? ¿Qué te pasa?
—Nada, loco, nada. Te la fuiste a chamuyar de una, se te fue.
—Vi que estaba fumando un armado, ¿qué problema?
—Dale, te estaba mirando ella, ¿te pensás que soy boludo? Veo todo acá. Le voy a contar a Marta.
—Se te va a reír en la cara.
—Estás loco, flaco. Está grande el tipo.
El argentino se asoma por encima del hombro de Basilio y abre grandes los ojos.
—Pah, te está mirando fijo.
—¿Qué me importa? Yo no hice nada.
—Se está peleando con ella ahora.
Basilio se pregunta por qué fue hacia la muchacha, mientras escucha la discusión, la voz grave del tipo, le parece que habla francés. Ni siquiera lo había pensado, sintió como una familiaridad con aquella muchacha que casualmente fuma tabaco armado como él. Piensa que podría haberle pedido una hojilla a cualquier otro o igual fumar un pucho de la polaca. Entonces oye una copa romperse y se voltea. El tipo se pone de pie y grita y tira un plato. Ella le grita también y la gente alrededor los mira asombrada. Entonces el tipo se voltea y lo mira fijo, luego camina resueltamente hacia él gritándole. Basilio no entiende nada pero comprende que se involucró en algo, que ese tipo no entendía el sano límite de lo personal y que vuelca todos sus problemas en él. Ya no hay nada que hacer, se dice Basilio. Fuma una pitada profunda, tira la punta y se pone en guardia.
—Pará loco —grita el argentino e intenta frenar al tipo, que lo empuja a un lado. Basilio nota que tiene los brazos enormes y la cara chata y piensa que debe ser boxeador. Se extraña de no tener miedo, hace tiempo que no lo siente. Ya no hay nada que hacer, se dice, concentrado. El tipo se le tira encima y Basilio lo esquiva y le pega una patada a la pasada.
Siente que alguien llama a la policía. Esta vez el hombre se le abalanza encima y lo derriba. Es pesadísimo. Intenta zafar pegándole patadas en los costados.
—¡Hijo de puta! —oye gritar al argentino, que intenta quitarle al celoso de encima.
Siente un potente puñetazo en el costado de la cara y todo se vuelve oscuro, se pregunta si habrá perdido la vista. Ya no puede mover las piernas.
—¡Basilio, muchacho! —oye la voz del portugués que se acerca corriendo y se pregunta si esa será la última voz que escuche en su vida y “muchacho” la última palabra. Entonces deja de pensar.